17 abril, 2024

25 de abril

Todos los años tienen un 25 de abril y en algunos lugares se celebra de una manera especial. Portugal e Italia, dos países europeos con muchas similitudes al nuestro, vinculan esa fecha con el día de la liberdade y de la liberazione, palabras que no necesitamos traducir porque, como dijo Raimon en su mítico concierto de Madrid en 1976, todos hablamos un latín más o menos distinto.

 

En Italia su 25 de abril recuerda el día de 1945 en el que las principales ciudades del norte del país fueron liberadas de 20 años de dictadura fascista, mientras que en Portugal conmemoran un levantamiento militar de capitanes en 1974 para poner fin a cuatro décadas de Salazarismo. En Italia fue necesaria toda una guerra mundial con millones de muertos, pero nuestros vecinos pusieron claveles en las bocas de los fusiles y el saldo de fallecidos no pasó de cuatro personas.

 

Ambas fechas tienen sus bandas sonoras musicales: el Bella Ciao se convirtió en el canto de los partisanos que luchaban por la libertad y la cantiga de Zeca Afonso, radiada a la medianoche, fue la señal para indicar el día señalado. Grândola, Vila Morena y la archiconocida canción italiana se han convertido en himnos para quienes se levantan y luchan frente al autoritarismo, la exclusión y las nuevas formas de fascismo, que aunque cambien de formato siguen manteniendo buena parte de sus esencias.

 

Aquí no tenemos ni una fecha absolutamente unánime, ni una canción sin reparos para recordar el día concreto en el que todo lo tenebroso de la dictadura dio paso a un momento de luz radiante de alegría. Tampoco tuvimos un proceso de verdad, justicia y reparación, ya que nunca era el momento. Bastantes años después de 1975 seguía siendo importantísimo conocer los nombres y predicamentos de cada capitán general de cada región militar, no se depuraron responsabilidades por los crímenes de la dictadura y hoy está en peligro incluso recuperar la memoria histórica de todo lo acontecido, que algunos prefieren que quede sepultado para siempre.

 

La semana que viene se cumplen 50 años del 25 de abril en Portugal y en Extremadura se vivió muy de cerca, como atestiguan las hemerotecas de este periódico y cuya lectura es una fuente inagotable de curiosidades, en un momento en el que no se hablaba de acto de liberación sino de golpe de Estado. Tanto en Italia como en Portugal sus sociedades cuentan hoy con un amplio porcentaje de población que se decanta electoralmente por posiciones más comprensivas con los que históricamente fueron opresores y dictadores que con los movimientos, símbolos y efemérides que recuerdan el triunfo frente a las posiciones autoritarias y por la recuperación de las libertades.

 

Si ha ocurrido allí, también nos puede pasar aquí, también puede extenderse una banalidad del mal que nos impida ver los peligros que suponen la negación de la historia, la manipulación de lo ocurrido, la aceptación de la discriminación y la exclusión de los diferentes como una opción legítima. Me gustaría tener aquí un 25 de abril claro y nítido como en Portugal o Italia. Mientras llega, celebraré y cantaré esta fecha como si fuera propia. Así la siento.


Publicado en el diario HOY el 17 de abril de 2024

03 abril, 2024

Ignorancia orgullosa

Una vez escuché una teoría descabellada sobre el aprendizaje que consistía en que, en mayor o menor medida y salvo graves incapacidades congénitas o adquiridas, todo el mundo acababa aprendiendo algo en la vida. La diferencia sustancial radicaba en la materia a la que uno dedicaba su tiempo en acumular dichos saberes, ya fueran habilidades manuales o capacidades intelectuales. Algo de razón sí que tenía, puesto que quienes desde muy temprana edad se han dedicado a abrir cerraduras y robar sigilosamente carteras de bolsos y bolsillos ajenos han podido salir adelante en la vida sin tener que haber estudiado ni media página.

 

Lo de aprender a apropiarse indebidamente de lo ajeno no es un monopolio de la delincuencia más callejera y marginal, porque seguro que se acuerdan de señores de camisas bien planchadas y trajes a medida que fueron capaces de amasar en un santiamén más dinero que todas las galerías de Carabanchel, desde su construcción con mano de obra esclava en 1940 hasta su derribo en 2008.

 

Nos contaban en la escuela que el saber no ocupaba lugar y luego nos fueron adiestrando para que acumuláramos conocimientos y los validáramos mediante certificados emitidos por instituciones académicas. “Cuanto más sepas, menos te van mandar”, esa era la frase que el personaje de Federico Luppi le decía a su hijo en una película de Adolfo Aristarain a principio de los 90. Metidos de lleno en el siglo XXI ya nos hemos dado cuenta de que el conocimiento no siempre garantiza ni ser dueño de tu propio destino ni tampoco de un futuro mejor, porque hay innumerables pasadizos secretos en los que la ignorancia bien maquillada puede parecer hasta intelectualidad.

 

Quizá el mayor cambio que se ha producido en la última década con respecto a la sabiduría y a la ignorancia es la mutación de valores que se ha desencadenado: quienes sí saben casi prefieren ocultarlo, mientras quienes ignoran han decidido jugar al contrataque y vanagloriarse de sus carencias. Del sonrojo que podría producirnos que se percataran de nuestro desconocimiento en algún campo del saber, hemos pasado a contar como una anécdota graciosa la admiración de una universitaria al descubrir que a 8.740 km de la Puerta del Sol se hablaba lo mismo que en la villa y corte, mientras que a poco más de 1.000 km se hablaba francés o inglés. Ahora se entiende la necesidad de crear una Oficina del Español para que la dirigiera Toni Cantó: para evitar que todos ignorásemos qué lenguas se hablan entre el Río Grande y la Patagonia.

 

Siempre me ha parecido de muy mal gusto reírse de la ignorancia ajena, porque casi nadie es culpable único y absoluto de sus desconocimientos. Lo que sí me parece más preocupante es que la incompetencia se convierta en motivo de orgullo, que se crea a pie juntillas la última magufada del youtuber que no quiso terminar el instituto, mientras que haya científicas que temen no culminar sus valiosas investigaciones porque no hay fondos en las arcas públicas para proseguir con sus trabajos. Si aplaudimos más al youtuber que evade desde Andorra, quizá no hemos calibrado lo cara que puede llegar a salirnos esta epidemia de ignorancia orgullosa.

 

Publicado en el diario HOY el 3 de abril de 2024 



 

20 marzo, 2024

Historias de Loach y Laverty

Hay cine para todos los gustos. Algunos disfrutan de lo lindo con la ciencia ficción y los efectos especiales, mientras que otros nos decantamos por historias a las que nos les exigimos florituras ni artificios: nos bastan con que estén bien contadas, que los personajes hayan sido construidos con inteligencia y que las interpretaciones nos hagan que todo sea creíble.

Si hay un dúo cinematográfico que casi nunca me decepciona es el formado por el realizador británico Ken Loach y el guionista escocés Paul Laverty. Descubrí al director en 1990 con su Agenda oculta sobre los problemas de Irlanda y luego aprendí en qué consistía el Thatcherismo con obras como Riff-Raff o Lloviendo piedras, donde un obrero católico y sin trabajo hará todo lo posible para que su hija haga la primera comunión con el mejor vestido.

Pero han sido en sus tres sus últimas películas donde nos han mostrado un mundo olvidado que no está a miles de kilómetros, sino que lo podemos tener al lado y no darnos ni cuenta. En 2016 abordaron el problema al que se enfrenta un carpintero viudo que ha sufrido un infarto, cuyo médico considera que no está en condiciones de trabajar, pero que no puede tener acceso a subsidios ni ayudas al no ser capaz de rellenar los formularios informáticos imprescindibles. Yo, Daniel Blake nos avanzó lo que luego descubriríamos aquí en los tiempos de la pandemia: que todo sería más fácil para los que manejáramos nuevas tecnologías, pero casi imposible para las personas mayores.

En 2019 Loach y Laverty nos impactaron con Sorry, we missed you. En esta película vemos la vida de Ricky, que ha tenido que empeñarse y vender el coche de su mujer para comprarse una furgoneta. Con ella tendrá que repartir todos esos paquetes que compramos impulsivamente a golpe de click y que nos llegan a casa en cajas de cartón con una sonrisa más falsa que una moneda de tres euros. Abrimos las cajas alegremente, sin preocuparnos en qué condiciones se fabricaron en oriente, ni qué penurias sufre quien nos lo ha traído hasta casa, las penalizaciones que sufre si llega tarde a las entregas o las multas que ha de pagar y que le descuadran todas sus cuentas.

La última película de este dúo se titula El viejo roble y cuenta la llegada de refugiadas sirias a un humilde barrio del norte de Inglaterra. Debería ser una obra para que la vieran y la comentaran en los institutos, porque solo con una cierta pedagogía y grandes dosis de educación en Derechos Humanos evitaremos que se extienda el racismo y la xenofobia como el que vemos en algunas escenas. Los resultados electorales en medio mundo nos dicen que señalar al paupérrimo extranjero, al que vino huyendo de la muerte, del empobrecimiento de los autóctonos, es una miserable estrategia que puede dar un puñado de escaños para hoy y gravísimos problemas para mañana.

Loach y Laverty nos han contado historias muy tristes, pero también nos han traído la esperanza de la solidaridad, esa que llaman “ternura de los pueblos” y que acaba apareciendo por ese viejo pub llamado El viejo roble.

Publicado en el diario HOY el 20 de marzo de 2024

 




 

 

 

06 marzo, 2024

Un mundo en guerra

Un periódico de la capital anunciaba el pasado domingo que Europa se estaba preparando para un escenario de guerra. La palabra escenario es de las que resulta hasta tranquilizante, porque la hemos asociado a ese sitio con tablas y un telón donde nos representan historias entretenidas. La guerra siempre dio mucho juego literario y el cine enseguida creó todo un género bélico con millones de seguidores que se apasionan viendo trincheras, granadas, misiles, carros de combate y aviones para bombardear.

 

Sin embargo, el escenario al que se refería aquella portada del domingo no nos traslada a ninguna superproducción de Hollywood, ni a una comedia teatral. Nos conduce directamente a dramas épicos en los que no hay efectos especiales, donde los protagonistas no tienen que fingir dolor o sufrimiento con métodos de apellido eslavo porque todo es, desgraciadamente, mucho más duro que lo sufrido por Tom Hanks en su intento de salvar al soldado Ryan.

 

Imagino que muchas de las personas que estáis leyendo esto ya habréis mecanizado la acción de cambiar de canal o deslizar el dedo sobre nuestra pantallita cuando llegan duras imágenes de Gaza o de Ucrania. De las otras guerras, de las olvidadas, apenas se habla porque están muy lejos en todos los aspectos. El más obvio es el geográfico, pero hay otro todavía más relevante: no somos capaces de identificarnos con ellos. Me di cuenta de esto al ver a las refugiadas ucranianas que iban en tren hacia Portugal en la primavera de hace dos años y que recibían la lógica comprensión de quienes estábamos en el vagón. Poco se parecían a las miradas que hoy reciben los menores subsaharianos traídos a la península desde Canarias y que, es importante recordarlo, también huyen de esas guerras mortales en la que el hambre se entremezcla con la violencia.

 

Pero en ocasiones recibimos una punzada en el corazón, incluso cuando ya creemos que nuestra piel es insensible a casi todo. Me ocurrió al ver unas imágenes de una niña de apenas tres años que alertaba con la mirada a su hermano mayor, que no tendría ni seis, cuando descubren que han tumbado en una silla a su hermana menor, que ha salido con vida de entre los escombros que aplastan a sus padres. Todas las imágenes de Gaza, las cifras de muertos, los escombros generalizados, la cantidad de profesionales de la salud que han perdido su vida intentando salvar otras o la desnutrición galopante de toda la infancia, constituyen un escenario que ya no deseamos ver ni en pantalla.

 

Ahora nos dicen que hemos de prepararnos para ver de cerca esa crueldad, tanto la que sabíamos que era ficción, como la que es auténtica pero que no nos importa por ser ajena y lejana. Hoy, más que nunca, es urgente la paz. Un concepto anhelado en las declaraciones y olvidado en el día a día. Una paz que no llegará si no se solucionan los problemas desde la raíz, sino se saldan las injusticias históricas y si no resplandecen la verdad, la justicia y la reparación. La disyuntiva es fácil: la peor paz utópica nos dolerá menos que cualquier escenario de guerra. 

 

Publicado en el diario HOY el 6 de marzo de 2024

 


 

21 febrero, 2024

Artificial


En ocasiones los diccionarios no nos ayudan demasiado a entender la realidad. Ayer busqué “artificial” creyendo encontrar una respuesta clara y acabé más enredado que al principio. La primera definición me hablaba de lo que estaba hecho por mano o arte del hombre y la tercera se refería a lo producido por el ingenio humano. Entre ambas se encontraba la segunda acepción, la que identificaba lo artificial con aquello que no es natural y que es falso. Así que comencé a sacar conclusiones tan confusas, que me fui a pedir auxilio a María Moliner, que suele ser de gran ayuda en estos atolladeros.

 

La genial aragonesa nos explica que lo artificial se aplica a lo que está hecho por el ser humano para contraponerlo a lo que es natural, aunque luego nos añade a la palabra en cuestión el significado de falso, ficticio o que engaña por su apariencia. Será por eso que consideramos más perniciosos los edulcorantes artificiales que lo que producen las abejas, y que huyamos de lo hiperprocesado para buscar sabores más naturales.

 

Pero llega un día en el que lo más humano de todo, esa inteligencia que nos diferenciaba del resto de los seres vivos, ya es capaz de funcionar de manera autónoma. La Thermomix del pensamiento ha llegado y todo será cuestión de echar los ingredientes, apretar el botón y que nos traguemos como auténtico todo lo que nos pongan ante nuestros ojos.

 

Cada día que nos cuentan un nuevo desafío de la inteligencia apellidada artificial surgen dudas de todo tipo, muchas alimentadas por la literatura y un cine de ciencia ficción que se ha encargado de representarnos a monstruos construidos que se rebelan ante sus propios sus creadores. Imagino que esa inteligencia artificial habrá venido para facilitarnos la vida a la humanidad, algo que en mayor o menor medida han logrado múltiples inventos científicos que nos han permitido realizar cálculos complejos en un santiamén.

 

La inquietud ante la inteligencia artificial nos viene por los daños colaterales que pudieran empezar a producirse en una sociedad en la que el verbo parecer tiene más sustancia que el verbo ser. Si alguien es capaz de indicarle al ChatGPT que escriba una columna de quinientas palabras sobre este asunto, jugando con los significados de las palabras en los diccionarios, mencionando la marca comercial de un robot de cocina y a la más grande de las lexicógrafas de nuestra lengua, es probable que obtenga como resultado un texto mucho más brillante, agudo y enriquecedor que el que ahora están leyendo. Bienvenida sea la inteligencia artificial si es para suplir las carencias de un mundo con pereza para pensar, en el que tal vez tengamos que escuchar una voz que nos dé las instrucciones para seguir vivos.

 

Por eso me gustaría que la inteligencia artificial tuviera instalado el sistema operativo de la bondad y el respeto, que citara sus fuentes y que no se apropiara del ingenio y el esfuerzo. Leí hace poco a Irene Vallejo lamentarse de que la bondad fuera considerada una deficiencia de carácter, así que habrá que lograr que sea la primera virtud de la inteligencia, la natural y la que acaba de llegar.

 

Publicado en el diario HOY el 21 de febrero de 2024

 


07 febrero, 2024

Vivir peor

 

Hace unos meses leí un ensayo de Azahara Palomeque cuyo título nos advertía de un vuelco generacional que se estaba instalando en nuestras sociedades, como si fuera un troyano informático. «Vivir peor que nuestros padres» me sonó como una sentencia dictada por un juez supremo y no hay día sin que alguna noticia me acabe recordando esta especie de maldición que se cierne sobre los que tienen menos de 30 años, para los que no existe certeza alguna de que sus esfuerzos, sus méritos y sus capacidades les acaben permitiendo desarrollar una vida autónoma y autosuficiente con comodidades superiores a las de sus progenitores.

 

Aunque en 2019 comenzó a incrementarse el salario mínimo interprofesional, ese que cobra la gente más joven, la realidad es que la picaresca también ha subido al mismo ritmo y siempre te cuentan de alguien que tiene que devolver en efectivo parte del sueldo si quiere conservar su puesto de trabajo. En algunos casos ni siquiera sirven los buzones anónimos para denunciar irregularidades porque puede más el temor a perder un empleo precario que parecer alguien que exige sus derechos, un estigma que sigue estando mal visto en determinados entornos laborales.

 

Hubo un tiempo en el que una buena formación y varios títulos te abrían puertas a puestos de trabajo bien remunerados, con los que se podían hacer incluso planes personales de futuro. Sin embargo, lo que debería haber sido un éxito colectivo, el que tuvimos quienes pertenecíamos a la primera generación de nuestras familias con acceso a una formación superior, hoy ha dejado de ser una llave maestra que abra todas las puertas. Y es así como se entra en una loca competición por tener más grados, dobles grados y posgrados como la única manera de encontrar un camino donde cada pequeño logro no lleve al lado el adjetivo de precario. 

 

Hace poco leí que en Lisboa y otras ciudades turísticas portuguesas los estudiantes tenían serios problemas para poder vivir en la misma ciudad en la que se encuentran sus facultades universitarias. Los pisos de estudiantes son ahora apartamentos turísticos que reportan doscientos euros de beneficio diario y no hay casero que quiera alquilarlo por menos de dos mil al mes, que es el precio que se podrían permitir cuatro o cinco jóvenes compartiendo espacios. Plantearse formar una familia comienza a ser un concepto propio de la literatura fantástica y de ciencia ficción: la vivienda, que constitucionalmente es un derecho, se ha convertido en buena parte de los países de nuestro entorno un artículo de lujo inaccesible para demasiada gente. 

 

Así que anteayer, cuando escuché a una presidenta autonómica que pedía a la juventud que no se quejara de su condición de becaria/precaria, me pregunté en qué momento surgirá entre la generación de los denominados millennials un “se acabó” tan sonoro como el que en su día cantara María Jiménez. Sé que es complicado porque la letra mayoritaria del himno generacional sigue siendo el “sálvese quien pueda”, el conseguir huir individualmente de la quema aunque sea a costa de pisotear a quienes son y sufren lo mismo que tú. Es el sistema: que muchos vivan peor para sostener los paraísos de los más privilegiados.

Publicado en el diario HOY el 7 de febrero de 2024



24 enero, 2024

Cuarenta y cuatro por ciento

Me habría gustado saber cantar, tocar un instrumento musical, dibujar o tener habilidades para cualquier tipo de arte. A estas incapacidades se unen muchas otras, entre las que está la de saber interpretar bien las encuestas que hace el CIS cada cierto tiempo y que últimamente me quitan el sueño. La semana pasada me asaltó una cifra y no dejo de pensar en ella: 44,1 era el porcentaje de varones españoles que creen que las políticas de igualdad han llegado tan lejos, que ahora se les está discriminando a ellos. Me produjo tal impacto, que comencé a curiosear otras cifras de la encuesta sin intención alguna de analizarlas, porque bien sé que ese es un charco en el que jamás deberíamos meternos quienes carecemos de los rudimentos básicos que se requieren para algo tan serio.

 

Me imaginé que a esa misma pregunta las mujeres responderían de forma muy distinta, pero encontré que un 32,1% también estaban de acuerdo con la misma, así que me dio por pensar que esto era un problema generacional, que la juventud ya tendría superado todo esto. Y es entonces cuando me llevo otra sorpresa al comprobar que un 51,8% de los jóvenes de 16 a 24 años también estaban de acuerdo con esta afirmación, 11 puntos más que entre los mayores de 65. Luego los datos tampoco resultaron demasiado alentadores, porque también está de acuerdo con la afirmación un 37,4% de las mujeres de entre 35 y 44 años y esto me hizo cuestionarme muchas cosas, porque lo que creía una salida propia de los cuatro “señoros” vociferantes de la barra de bar se extiende a un buen número de jóvenes e incluso de mujeres.

 

¿Son las plazas de aparcamiento pintadas de azul y reservadas a personas con movilidad reducida una discriminación hacia quienes sí podemos salir del coche con nuestros propios pies? ¿Alguien sensato puede creer que las medidas para paliar unas desigualdades arrastradas desde hace siglos están ya dando la vuelta a la tortilla?  Me temo que falta mucho y que deberíamos pensar en tantos instantes cotidianos en los que las mujeres, incluso en los países donde más se ha avanzado, continúan sufriendo discriminación.

 

Alonso de la Torre, en uno de sus artículos de contraportada de este periódico, recogió hace poco una frase cazada al vuelo en uno de esos bares, en una conversación que narraba las quejas de un recién divorciado a un amigo y de la que entresacó uno de los entrecomillados más crueles que jamás había leído: “y luego se extrañan de que las maten”. Si eso se puede decir abiertamente en un bar y sin miedo a que le escuchen, es porque se ha creado un caldo de cultivo propicio para que no haya pudor en confesar el machismo más radical y la apología de ese terrorismo transversal que es la violencia de género.

 

Lamento no saber interpretar las encuestas, aunque preferiría curar cualquier otra de mis incapacidades artísticas e intelectuales. No sé si el CIS repite de vez en cuando sus estudios para ver si vamos mejorando o continuamos un proceso involutivo que, de momento, llega ya a un cuarenta y cuatro por ciento. 

Publicado en el diario HOY el 24 de enero de 2024






25 de abril

Todos los años tienen un 25 de abril y en algunos lugares se celebra de una manera especial. Portugal e Italia, dos países europeos con mu...